La paradoja del Pueblo latinoamericano

La paradoja del Pueblo latinoamericano es que somos parte del escenario existencial del antropoceno, habitamos en medio del orden global hegemonizado por occidente interpretando un guion sociocultural con el que nos enfrentamos a límites y posibilidades para cohabitar entre alteridades.

En tales condiciones es preciso preguntarse, ¿cómo se practican las interacciones lingüísticas del pueblo en nuestra época?, ¿cómo se desarrollan las interacciones sociales actuales?, ¿cuáles son las construcciones sociopolíticas que han estructurado los estados nacionales en la región latinoamericana?

Sobre todo, considerando que en nuestra región los modelos sociopolíticos no han surgido desde las realidades locales, si no que corresponden a construcciones de sentido propios de la cultura occidental moderna que fueron impuestas por medio de la colonización. Tales preguntas nos llevan a mirar el desarrollo histórico de los espacios discursivos y participativos latinoamericanos, como estructuras desacopladas, que son insuficientes para a sustentar el desarrollo de una ciudadanía substancialmente política.

Existe una suerte de condena regional a seguir principios de acción mercantilistas, fundados en la promesa occidental moderna de progreso, que fue importada e impuesta en Latinoamérica, en ausencia absoluta de un demos regulador de las decisiones políticas por un Estado cuyo sentido ha sido administrar y perpetuar una dependencia económica y cultural de aquello llamado pueblo latinoamericano.

No podemos ignorar que la instalación del orden social en Latinoamérica, impuesta desde una dominación cultural e histórica, ha determinado las interacciones lingüísticas sin fomentar la constitución de una sociedad civil con capacidad de influir en la administración o el ejercicio del poder. Lo cual, ha limitado la posibilidad de establecer relaciones de colaboración social, ya que esta imposición de orden no ha hecho más que naturalizar desigualdades y precariedades, promoviendo la competencia y limitando la participación ciudadana a “procedimientos de participación política”.

Sumado a ello, la cuestión de la Modernidad en América Latina y su instalación ha configurado una organización sociopolítica tensionada por significados culturales censurados y colonizados por semánticas extranjeras, que no han permitido legitimar las realidades locales. En otras palabras, no se ha podido generar legítimamente una comprensión de las interacciones sociales, porque se desarrollan con lógicas que son instrumentalizadas en pos de un telos político que se ha reducido a generar crecimiento económico bajo las recetas mundiales que hoy además son contenidas por un espacio virtual.

Desde el que, como si fuera el mundo inteligible de los griegos, se definen a priori las experiencias humanas insertadas en una temporalidad dicotómica que avanza hacia el progreso, entre continuidades y cambios, usando categorías generales y abstractas que han terminado por contradecir las construcciones de los procesos de producción y limitar las posibilidades de construir colaborativamente una identidad local que sea capaz de enfrentar en corresponsabilidad las problemáticas particulares que afectan al demos latinoamericano.

Para profundizar un poco en ello, revisemos algunos de los detalles, hechos, movimientos, relaciones, procesos y/o estructuras sociales que preceden a nuestra época, con el fin de visualizar las tensiones y relaciones que sostienen, en articulaciones asincrónicas y diacrónicas, los marcos simbólicos de la acción comunicativa en el desarrollo de las naciones latinoamericanas.

Ya en la génesis de los estados nacionales, los habitantes de la región experimentaron la gestación de su organización política desde la imposición de un modelo normativo occidental, que redefinió los procesos socioculturales configurados por la colonización, el control borbónico y el centralismo de las oligarquías criollas, pero mantuvo las estructuras de poder excluyente, basadas en el linaje y el prestigio, sin incluir, ni representar a todos los miembros de la sociedad.

La fuerte dependencia del Estado que tenía la cultura hispano criolla que no se acopló con las civilizaciones originarias de América, generó procesos de organización política implantando ideales civilizatorios en la imposición del orden social, en esta génesis no existió un pueblo forjador de sus derechos.

Por el contrario, el pueblo latinoamericano con calidad de ciudadanía fue encarnado por sujetos con ascendencia europea, que se instalaron en la región imponiendo un orden sociopolítico que excluyó desde su origen a las etnias originarias, quienes no fueron sujetos de derecho y por lo tanto no fueron considerados como parte de las necesidades administrativas contempladas en las decisiones políticas.

Dicho de otro modo, Las naciones estado de América Latina van en contra de los principios originarios que le dieron sentido al Estado como ente protector y regulador de las necesidades de un pueblo; ya que este se configuró por un principio de organización exógeno que se impuso a partir de la exclusión de sujetos que fueron abandonados a su suerte, bajo condiciones que fueron generando un sentimiento trágico en la construcción de la identidad de América latina.

Y un descontento que no ha logrado superar las frustraciones causadas por los ideales políticos que dirigieron la transformación de la sociedad tradicional, agraria, exportadora y dependiente; hacia la sociedad urbana industrial de los estados nacionales.

Como plantea Germaní (1971), en el origen de los estados nacionales de Latinoamérica ocurrió una resocialización en la que se configuraron nuevos esquemas perceptivos y nuevos espacios de cotidianeidad debido a la necesidad de reacomodar las costumbres, las normas y las leyes, causada por los procesos de urbanización de la sociedad, lo que provocó una desarticulación perceptiva de los modos de vida de sujetos que sostenían diversas matrices valóricas y pragmáticas.

De este modo, tanto criollos, como indígenas y mestizos, debieron adaptarse a la imposición de categorías y vínculos socioculturales definidos por la inmediatez de la producción económica en una organización social compleja que generó una transformación semántica de las relaciones sociales. Así mismo, los valores urbano-industriales se instalaron, entre rupturas y destrucciones de las configuraciones culturales tradicionales, con un discurso que legitimó la dominación y fue modificando definitivamente las relaciones sociales y de producción.

Y así se llegó al siglo XX, cuando surgió una emergente dinámica social que, bajo preceptos anti imperialistas, generó una necesidad psicológica colectiva de independencia y autonomía de acción frente al exterior, pero también frente a las excluyentes políticas oligárquicas internas. Que se expresó en exigencias de democratización y de mayor participación colectiva, con un volumen que fue moderado por los bruscos cambios generados en el desarrollo del capitalismo y la modernización de los dependientes países de Latinoamérica.

Estas exigencias, que cobraron mayor fuerza después de las crisis de la segunda guerra mundial, fueron organizadas a través de discursos políticos que manipularon la comprensión de sus conflictos con las excluyentes políticas oligárquicas, utilizando una retórica que mantuvo la estructura del poder estatal; mientras se apelaba al sentimiento de nacionalidad con un universo simbólico que legitimaría la articulación del Estado Nación, desde el control y la proyección de patrones autoritarios arraigados en el inconsciente colectivo de latino américa.

Con lógicas y modos de acción que no democratizaron la sociedad, si no que mantuvieron la relación vertical de una estructura social que en todos sus niveles experimentaba incertidumbre, se ofreció la ilusión de una cohesión social. Pues, aunque se proclamaba la necesidad de generar vínculos entre los sectores medios emergentes y los sectores industriales, el orden continuó siendo excluyente.

Al centrarse en lo urbano, la población indígena y rural tampoco fue considerada en las decisiones políticas, estas se enfocaron en desarrollar una reelaboración de las estructuras y atribuciones del Estado, con las cuales se redefinieron las relaciones sociales y económicas nacionales como relaciones de producción capitalista.

De esta manera, el modelo populista y su discurso político entregaba al pueblo latinoamericano la ilusión de un gobierno nacional efectivo y transversal, lo que permitió la articulación del Estado Nación, manteniendo el control y la proyección de patrones autoritarios arraigados en el inconsciente colectivo de Latinoamérica.

Es un hecho trascendental, que debido al rechazo que provocaba la oligarquía por sostener la dependencia económica de los imperios, fueron integrados nuevos dirigentes para generar la ilusión de nuevos vínculos sociales. Ya que estos nuevos representantes populares, en lugar de abrir espacios de integración y participación ciudadana, se dedicaron a estimular un compromiso afectivo, emotivo y de admiración.

Gracias al que embistieron un liderazgo carismático, con un seductor universo simbólico que apelaba a la subjetividad emocional para encausar la emergente insatisfacción social, sin generar espacios de intersubjetividad para la construcción de pensamiento crítico, ni fomentar la expresión ciudadana de una identidad local; y por lo tanto, sin posibilitar una transformación radical del orden institucional.

A ello se refiere Valenzuela (1991) cuando señala que en Latinoamérica el sujeto político no se constituyó históricamente desde sí mismo, sino que se creó desde una otredad encarnada en liderazgos políticos que representaban valores de los que se podía participar gracias a la dirección de un guía, pero que no le eran propios. Este guía-caudillo cumplía la función de iluminar la ruta apelando a principios de trascendencia no discursivos que, sin pretender generar entendimiento o reflexión intelectual, apelaban a una sensibilidad conmovida por la ilusoria promesa de una relación recíproca entre sociedad y Estado.

Con tal esperanza, la acción ciudadana de las masas fue constreñida por la fidelidad política a un modelo que organizaría el mundo para ella, sin generar ninguna vía de construcción intelectual autónoma y sin dar espacios para el desarrollo de una identidad cultural con sustancialidad política.

Por estos y muchos otros detalles históricos y antropológicos, los procesos de Construcción identitaria, tanto sociales como individuales, en Latinoamérica se gestaron sobre una ficción que encerró las interacciones sociales dentro de una narración transmitida por líderes que, apelando a factores emotivos, instalaron patrones de sentido común sobre la libertad y el bienestar social, sin generar espacios para la participación y la deliberación ética de los gobernados. En definitiva, el pueblo se convirtió en una especie de Frankenstein con síndrome de Estocolmo.

Ahora bien, el desarrollo histórico de las relaciones de poder que este modelo político generó, fue transformándose hasta llegar al siglo XXI, como señala Panizza (2008), donde el soporte de los líderes populistas se basa en un mecanismo democrático, que ya no funciona sobre una masa sin sustancialidad política.

En su texto titulado “El retorno del pueblo. Populismo y nuevas democracias en América Latina” el autor plantea que, desde finales del siglo XX surgieron nuevos requerimientos ciudadanos, ante los que la política latinoamericana ha respondido con retoricas que adecuan su contenido de acuerdo a donde estén orientados sus mensajes. Es decir, se articulan transformando sus contenidos de acuerdo a quienes sean dirigidos, para seguir manteniendo las bases históricas de dominación políticas; tanto horizontales como verticales de los diversos, pero limitados, actores sociales que son parte de los procesos de globalización.

En estos procesos se han transmitido los ideales de Democracia, que actualmente se están estrellando frente la emergencia de incorporar nuevas formas de participación social, que contengan la expresión de una ciudadanía que ya no soporta el orden de las decisiones políticas del liberalismo económico, como la descentralización del poder y el fomento de la privatización, que han desatado una serie de problemas ambientales, económicos y sociales en la actualidad.

Además, la dislocación entre lo local y lo global, ha generado una desconexión entre las políticas sociales y las necesidades de las comunidades locales en las que se imponen conocimientos y modos de acción con desacoplamientos entre la organización de políticas formales, la realidad local y los entendimientos sociales instalados por la cultura moderna.

En tales circunstancias, la acción de los movimientos sociales ocurre desde la promoción organizada de una participación, definida y limitada por imperativos universales generados por comunidades epistémicas que Mayer (1997), describe como construcciones culturales sobre sociedades imaginadas que por no considerar los niveles o requisitos de desarrollo de las realidades locales, ni planificar políticas culturales que fomenten la creación de campos de acción comunitarios para organizar comportamientos, perpetúan la expansión y difusión semántica de las organizaciones modernas replicando isomorfismos culturales aun en la era de la globalización.

A estas alturas, vale la pena recordar a Lechner (1990), quien desarrolló la idea de la “paradoja Democrática” en la que, basado en el hecho de que las sociedades latinoamericanas están determinadas por un orden segmentado, planteaba que la democratización latinoamericana se había establecido dentro de una tensión entre modernidad y modernización, desde la cual Latinoamérica intentaba integrase al dinamismo económico trasnacional con una inevitable desintegración nacional.

Puesto que, la adaptación del modelo democrático se ha hecho, además, sobre un déficit institucional que al asumir las recetas globales de modernización ha terminado por generar la exclusión de amplios sectores sociales que se ven marginados de participar de los beneficios que ostentan las elites culturales que, al acoplarse a los valores trasnacionales, establecen abismantes distancias culturales entre privilegios y desprotección. A ello se refieren Bresser y Cunill (2001) cuando señalan que:

“la propia separación de las denominadas “ciencias sociales” refuerza el abordaje unidimensional, y por ende sesgado, de los problemas sociales y asienta la dicotomía entre lo político y lo económico que permite que cada uno transite por caminos distintos al punto tal que pueda aflorar la paradoja de “más democracia” junto con “más exclusión económica”. Recuperar la política para la economía es, en este sentido, un desafío a futuro. Otro de singular importancia es la superación del paradigma tradicional del derecho que establece una distinción y separación profunda entre las nociones de lo público y lo privado” (p. 22).

Ahora bien, volviendo a Lechner (1990), podemos establecer que esta escisión de los ámbitos institucionales en Latinoamérica se debe a que la modernización ha asumido como vía natural la ofensiva neoliberal, la cual ha incrementado las desigualdades disfrazándolas como un problema pasajero y meramente económico.

Como señala Arditi: “el pensamiento liberal da origen a un esquema tripartito Estado, sociedad política y SC [sociedad civil] en el que los dos primeros términos forman parte de una esfera de la política compuesta por el gobierno, el legislativo, las elecciones, las relaciones entre partidos políticos y las relaciones gobierno-oposición, mientras que el tercero la sociedad civil, termina siendo percibido y tratado no como una Cenicienta de la política sino más bien como un terreno externo o al margen de ésta”(2004. P. 10).

De esta manera, en la administración política se ha terminado por justificar la desigualdad como el mal menor de la modernización a la que no se puede renunciar y ello se intenta adecuar a los valores de una racionalidad normativa que promete una recompensa futura de movilidad social. En definitiva, es posible plantear que los procesos modernizadores disolvieron los lazos tradicionales, apelando a la ilusión de una política que estaba al servicio de un principio de integración social, desde la cual se resignificaron los lazos en torno a procesos de producción que le dieron categorías económicas a su valor e instalaron la competencia y la codicia en el ambiente.

Donde se ha configurado un clima cultural dicotómico que oscila entre la apología del consenso y la descarnada lucha entre el bien y el mal, en el cual la modernidad ha resultado precaria o tardía, tanto para comprender y contener la diversidad de los intereses, así como para concebir espacios donde afrontar creativamente los conflictos sociales.

En conclusión, existe una relación entre institucionalidad y cultura política a partir de la cual la Democracia se limita a ser un modelo representativo que intenta promover el consenso entre el bien y el mal, prometiendo la erradicación de éste último en el futuro, así, se genera la contención de la frustración social a modo de postergación de la satisfacción de las necesidades de los más vulnerados de la sociedad.

Con procesos políticos, en los que “además de la dicotomía públicoprivado, la oposición entre guerra y paz, comunidad y sociedad, autocracia y democracia y, claro está, estado de naturaleza y estado civil, no es posible comprender el sentido de uno de los términos de una dicotomía sin remitirnos simultáneamente al otro (Bobbio, 1989: P. 39). Con esto sugiere que la pureza conceptual es, en el mejor de los casos, cuestionable, pues cada término dentro de una dicotomía está siempre contaminado por la presencia del otro”. (Arditi. 2004. P. 1 y 2)

Tales tensiones, son constreñidas actualmente por un discurso político que actúa como una hoja en blanco o como un recipiente hueco que va generando un eco que retorna en una recuperación trastocada y distorsionada por ruidos estáticos, de múltiples formas preexistentes de identificación que le dan forma de archipiélago al espacio público, donde el pueblo es un receptor pasivo activo de la producción de voces que van llenando la hoja con reinterpretaciones y redirecciones semánticas, manipuladas por la voluntad del líder.

Como plantea Arditi (2004) “podríamos pensar en este nuevo escenario como un esquema tripartito, una suerte de archipiélago en el que cohabitan por lo menos tres ámbitos de la política. A uno lo podemos denominar ciudadanía primaria, por su antigüedad y por su peso específico. Se refiere al formato liberal clásico de la política como representación político-partidaria. A otro lo llamaremos segundo circuito de la política o ámbito de la ciudadanía secundaria, que se refiere al quehacer de movimientos y organizaciones de la SC.

Y al tercero lo podemos denominar ámbito supranacional, que engloba las iniciativas de activistas globales que buscan universalizar los derechos humanos, pero también regular la acción de conglomerados empresariales trasnacionales y de organismos multilaterales cuya acción de momento escapa al escrutinio público” (P. 17).

Existe un excedente simbólico que el discurso político no es capaz de cobijar, en tanto no busca promover en la participación ciudadana el desarrollo de capacidades que le permitan transformar las instituciones, ni acoger formas extrapartidarias de movilización como parte de la política. Esta valoración se ha impedido en Latinoamérica, debido a la radicalización de la separación entre el espacio social y el espacio político, y a que las acciones políticas históricamente fueron ejercidas sobre una masa que, por carecer de acción discursiva, de acción metódica y de información sustancial; resultaba incapaz de asumir la emergencia de elaborar re significaciones en torno a la ciudadanía y encontrar un espacio legítimo para ejercerla en ese sentido resignificado.

Sumado a ello, esta concepción de la política de la tradición liberal-democrática que fue impuesta por los modelos populistas, no ha fomentado la acción colectiva ni dentro, ni fuera de la esfera político- partidaria en los territorios nacionales. Y, a pesar de que el populismo de inicios del siglo pasado pretendía una ruptura total con el orden existente, debido a su postura anticolonialista que exigía un nuevo principio que revolucionara la política, hoy la situación es diferente.

En primer lugar, la masa no atraviesa procesos de resocialización o urbanización, pues ya tiene en su trayecto crisis políticas, problemas económicos y sociales que han generado un rechazo del modelo neoliberal y la exigencia de una reinstitucionalización del orden social, como respuesta a la evidencia de la corrupción de los partidos políticos que no han generado una fuerza reflexiva sobre las reformas neoliberales que terminaron jibarizando al Estado y empobreciendo al pueblo.

A partir de este sentimiento de rechazo al liberalismo, que ha creado pequeñas y grandes rupturas sociales, los discursos populistas de los líderes de partidos siguen ocupando su tribuna para denunciar a sus opositores durante los periodos electorales, sin sostener discusiones en torno a las problemáticas condiciones de desarrollo social. Lo cual termina poniendo en evidencia la pobre calidad de la democracia actual, puesto que los discursos no se pueden reducir a los procesos electorales, sino que deben ser tribuna para la participación ciudadana.

Además, si tomamos en cuenta que a fines del siglo veinte la abstinencia electoral aumentó considerablemente encontramos otro límite a la representación que pretende el líder populista, que va en contra del impulso fundacional del Populismo, puesto que la participación electoral baja evidencia la falta de competencia institucional para generar participación popular. Ya que esta se difunde solo como ilusión de ruptura y política de revolución permanente, que se diluye en el orden institucional existente.

De esta manera, en estas nuevas circunstancias de manipulación la política populista intenta equilibrar movilización y gobierno, para que funcionen juntos o alternados como superficies de inscripción. Lo cual de una u otra manera viene a legitimar el hecho de que las organizaciones sociales, retienen grados significativos de autonomía que impiden la sumisión total al líder y determinan sí la identificación del líder con el pueblo es absoluta y abarcadora.

El líder político actual tiene una nueva investidura institucional, basada en principios republicanos de gobiernos que ostentan una universalidad temporal y provisional. Que se va dibujando en una acción de liderazgo que es una hoja en blanco desde la que se generan ecos que retornan trastocados y distorsionados por ruidos estáticos, de múltiples formas preexistentes de identificación, de las que el pueblo es un receptor pasivo activo de comprensiones que son redirigidas por el líder a fin de encontrar apoyo electoral, sin que ello potencie o incentive el dialogo social.

En definitiva, las configuraciones político-sociales que tensionan y limitan el despertar de la sociedad civil latinoamericana mantienen deformaciones profundas, ante las que se requiere construir una dinámica panorámica y comparativa del cambio social, para entender las particulares distorsiones que sustentan su funcionamiento y las diferencian del proceso europeo.

Al respecto, la literatura especializada insta a establecer un sistema de autoridad política plural, que relacione las responsabilidades del Estado, del Mercado y de las organizaciones públicas no-estatales, para trabajar en el logro la satisfacción de las necesidades colectivas. Debido a que existe un ciudadano que ya no se guía por sistemas de lealtades estructuradas por partidos y líderes tradicionales, a partir del cual ha aparecido un nuevo rol político y social cubierto por un universo conceptual ambiguo y polémico, que no sirve para afrontar el vacío del espacio público y la tecno economía de la información, en el que:

“Las concepciones del desarrollo no sólo se mueven muy rápidamente, sino que deseo llamar la atención que toda su institucionalidad y bases conceptuales están organizadas para impedir que abordemos los problemas que eso acarrea. Aprovechamos cada vez más recursos naturales, a ritmos más vertiginosos, y somos incapaces de reconocerlo. Las advertencias sobre el próximo agotamiento de recursos no renovables o sobre el desplome de poblaciones animales o vegetales por sobreconsumo, son sistemáticamente ignoradas. Los humanos no sólo están acelerados, sino que producen una cultura del desarrollo que activamente les impide comprender que están en una carrera desbocada”. (Gudinas. 2015. P.3)

La única conclusión posible de estas líneas es que, es imperioso hacernos cargo de la paradoja que impide el empoderamiento de nuevos actores sociales, mientras los impulsa entre dislocaciones de procesos democratizantes con valores modernos.

Por ello, en el cierre de este artículo, se establece que los marcos simbólicos de la acción social y de las relaciones de los sujetos, necesitan una reformulación axiológica profunda, y una reconstrucción antropológica y filosófica de los campos de acción, que permitan participar en un escenario sin parangón histórico.

Debemos asumir la emergencia de una reestructuración axiomática que derribe las dicotomías conflictivas y abra paso a los consensos entre los diferentes actores del espacio público. Para ello es imprescindible evaluar los ideales que se extienden como recetas universales en nuestra región y asumir una conciencia histórica y local, que asuma la necesidad de dialogar sobre la realidad y abandone los isomorfismos de las sociedades imaginadas por quienes dirigen las dinámicas globales.

Referencias bibliográficas:

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